Hace un par de días estaba tomando café con unos amigos y empezamos a conversar sobre cómo vivimos en la actualidad y cómo nos hemos acostumbrado a una serie de cosas de las que muchos de mis amigos decían no poder prescindir.
Empezamos recordando cómo era nuestra vida cuando éramos niños. Cómo eran las casas, cómo estaban acondicionadas, qué había en ellas, en qué condiciones vivíamos...
Haciendo memoria, una de las primeras cosas que nos vino a la memoria fue el intenso frío que pasábamos en invierno, y el asfixiante calor que no nos dejaba respirar en verano.
No había calefacción, claro, ni se conocía otro aire acondicionado que no fuera abrir una ventana. Pero muchas casas tenían chimenea, y con ella te calentabas, e incluso se cocinaba... Pero sólo si estabas a dos pasos de ella. En cuanto te alejabas un poco, ya te pelabas de frío. ¿Y en el resto de dependencias de la casa? Pues como mucho alguna estufa de petroleo o de gas, los tan típicos braseros, y poco más. En la mayoría de los casos, nada de nada. A la hora de ir a dormir, te calentabas bien frente a la chimenea, una carrerilla y a la cama bien acurrucado bajo un pesado montón de mantas. Tampoco existían los nórdicos de hoy en día, ni esas mantas que tanto calientan y pesan tan poco....
Las casa tampoco estaban preparadas para combatir el frío. Una de mis compañeras recordó entre risas que se había criado en una casa de campo y que sólo cuando hacía mucho frío, su padre les pedía que cerraran las compuertas exteriores, pero quedaban tan separadas del suelo que el gato pasaba por debajo con el rabo en alto...
A mí me recorrió la espalda un escalofrío sólo de recordar aquellas ventanas de madera que no ajustaban por ningún lado, y sus finos cristales de apenas un par de milímetros, que dejaban pasar más frío del que hacía en la calle.
¿Y en verano? Pues puertas y ventanas de par en par, abanicos, e incluso recuerdo a mi padre sacando un colchón o una manta y durmiendo en el patio...
Otra cosa que ha cambiado mucho es el hecho de ahora utilizamos el coche hasta para ir al lavabo. Pensémoslo. Cogemos el coche para todo. Para llevar a los niños al cole, para ir al trabajo, para ir a comprar el pan, tabaco o cualquier menudencia... Aunque el colegio esté a la vuelta de la esquina, el trabajo dos calles más abajo, y las tiendas de camino del trabajo...
Ya parece como si el coche se hubiera vuelto un anexo de nuestra vida. Y es el principal motivo de discrepancias con mi madre... Ella afirma que necesito un coche. Y yo le digo que no, que con la moto tengo más que suficiente.
Sus argumentos:
Para hacer la compra del mes.
Para ir a verla a ella, que reside a casi 100 km de mi casa.
Para ir al trabajo y no mojarme cuando llueve.
Para transportar cosas grandes.
Los míos:
Compro a diario, si quiero ir a verla hay transporte público, tengo traje de motorista y es impermeable, y para las cosas grandes, tengo hijas con coche o un montón de amigos...
Más cosas, y en esto coinciden todos mis amigos. Tal vez sea yo, el bicho raro, no sé...
Según todos, imprescindible el gas ciudad.
¿Seguro? Yo digo que no, que el gas butano me sirve igual. Tal vez no sea tan cómodo, pero cumple su función. Debo advertir que me gustan las cosas que requieren un cierto esfuerzo...
Que no necesito aire acondicionado en mi casa. Abro las ventanas o me abanico. Son pocos los días de calor inaguantable.
Tampoco necesito una casa muy grande para vivir. Necesito una cocina donde preparar comida, un baño, un comedor donde comer y estar con los míos, y un dormitorio. Nada más.
¿Para qué dos plantas? ¿Para pasarme el día subiendo y bajando escaleras?
¿Para qué dos o tres baños? ¿Para dejarme la piel limpiando?
¿Para qué tres o cuatro habitaciones? ¿Para tenerlas llenas de trastos inútiles?
¿Y para qué un montón de cosas en su interior si no las utilizo? Francamente, Ni idea.
He vivido así bastantes años. Con una casa y un coche bien grandes, con todas las comodidades, con todos los complementos y artilugios que supuestamente no deberían faltar en las casas. Pero... Cada vez me gustaba menos este tipo de vida. Tenía de todo, luchaba y trabajaba como una mona para tener de todo. Ja, ja. De todo no. No tenía lo principal. No tenía tiempo. No tenía vida.
Tenía que trabajar tanto que no me quedaba tiempo para mí, para vivir, para disfrutar.
Y llegué a la conclusión de que realmente no necesito mucho para vivir y ser feliz.
Necesito un techo que me cobije, pero no una gran casa. Un vehículo, pero no un gran coche. Calor en invierno, pero me apaño con chimenea y estufas de butano....
Necesito cosas útiles, no lujos. Puedo prescindir de muchas cosas, pero de lo que no puedo prescindir de ningún modo es del tiempo necesario para disfrutar de la vida, para estar con la familia y los amigos, para esos pequeños momentos en que un pájaro, una flor o una puesta de sol se convierten en un regalo para los sentidos.
Nací, me crié y viví en una casa humilde. Mejoraron los tiempos e intenté "mejorar" mi vida y mi entorno. Pero... Me equivoqué. Le dí valor equivocado a las cosas. Gané "cosas", perdí tiempo y felicidad.
Por fortuna recapacité y apliqué lo de "rectificar es cosa de sabios"...
Y volví a mis ideales, y a vivir según mis convicciones.
Supongo que todo esto es muy subjetivo y muy personal. Lo que a mí me guste, no tiene por qué gustar a los demás. Aunque, como ya he apuntado muchísimas veces, tal vez sea que yo... ¡Soy un bicho raro!
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